El Renacimiento
terminó con las conquistas femeninas de los siglos XI al XIII
La mujer en el Medievo?
La frase misma evoca inmediatamente en la mente
de cada cual una serie de imágenes más o menos
variadas pero que, en su conjunto, se resumen en
lo siguiente: el Medievo es la gran época oscura
y medio bárbara (en oposición a la época que
seguirá y será llamada «Renacimiento»)
de opresión de los «menudos» por un puñado de
feudales, de los hombres por la Iglesia y de las
mujeres por todos. En seguida se mencionan,
conjuntamente, el cinturón de castidad, el
«derecho de pernada», la persecución de las
brujas y el famoso «concilio» del año 585, en el
cual se llegó incluso a discutir -entre hombres-
si la mujer poseía o no alma.
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De
hecho, la situación así examinada no parece muy favorable a la
mujer; y las «circunstancias» que rodean la vida en la Edad
Media del ser humano en general: inseguridad, guerras,
epidemias, hambres, peso del poder feudal, tradición jurídica
heredada a la vez de los romanos y del derecho germánico, y
finalmente poder ideológico de la Iglesia, no pueden sino
resultar todavía más perjudiciales a la parte femenina de la
población. Y así es, desde luego, en la Alta Edad Media: el
marido puede matar a su esposa adúltera después de perseguirla a
latigazos, desnuda, a través del pueblo. La multa impuesta al
asesino de una mujer es la mitad del precio de la muerte de un
chico hasta los 14 años (época de la fertilidad femenina),
superior al del varón entre los 14 y 20 y, a partir de los 20
años, seis veces inferior. La mujer sierva o esclava no puede
casarse fuera del dominio de su señor y, si lo hace, sus hijos
serán repartidos entre su señor y el de su marido. La mujer no
elige, por supuesto, marido, pero acepta el que ha escogido su
padre o su «linaje» por brutal, viejo o, al contrario, joven y
amante que sea. De todas formas, corre siempre el riesgo de ser
violada por algún bandido o por un señor rebelde y enemigo, de
ser raptada, o de ser repudiada y condenada al convento si no a
la muerte, según el buen parecer y deseo del hombre en general y
del suyo en particular.
Eternamente menor de edad, la mujer pasa del «poder» de su
padre al de su marido y no puede actuar nunca sin el permiso o
la «licencia» de este varón. y no Hablemos finalmente de las
condiciones de vida y existencia de la mujer de un labrador, de
un miserable artesano en las ciudades, o de las viudas que
componen la gran mayoría de la población pobre socorrida en las
ciudades del final de la Edad Media. Tal es, más o menos, el
retrato somero del destino de la mujer en el Medievo. El hecho
de que, al mismo tiempo, estos largos siglos de «oscurantismo»
-unos diez siglos- hayan presenciado la aparición del culto de
la Virgen María (siglo XII); que hayan fomentado la poesía de
los trovadores, las «cortes de amor» y el amor cortés; y que
hayan sido jalonados por figuras femeninas, reales o ficticias,
como las de Eloísa, de Isolda, de María de Molina o de Juana de
Arco, no consigue sobreponerse a la «leyenda negra» que no ve
más, en la época medieval, que cadenas; cinturones de castidad,
tornos o potros, «derecho de pernada» y en general, una
denegación total de la mujer hasta como ser humano.
Se deduce así, lógicamente, que desde la Edad Medía hasta
nuestros días, el transcurrir de los años, decenios y siglos ha
significado una evolución positiva, continua, ascendente de la
mujer, tanto en lo que toca a la visión que de ella tiene la
sociedad como la que ella lleva sobre sí misma. A lo largo de
esta evolución, que se inicia en la «nada», en lo que sería el
punto cero -la Edad Media-;- para llegar a nuestros días,
algunas épocas como el Renacimiento y el Siglo de Las Luces
jugarían un papel fundamental en la «liberación» de la mujer,
hasta desembocar en la aparición del «feminismo» con las
sufragistas de fines de siglo pasado, inicio a su vez de los
movimientos actuales.
Sin embargo, si dejamos de lado estos conceptos
«prefabricados» -heredados a menudo del siglo XIX romántico, y
generalmente asimilados sin crítica previa para asomarnos un
momento a la realidad medieval que se transluce de un estudio
riguroso y científico, el panorama cambia.
Derecho de pernada
Sin ir más lejos, empecemos con
este famoso «ius primae noctis» o derecho de la primera noche,
vulgarmente llamado derecho de pernada. Este derecho existió
efectivamente, escrito u oral, en el corpus jurídico medieval.
En la práctica, no se atestigua más que en la época en que" se
ha convertido a menudo en el pago de una cierta cantidad
monetaria al señor por el campesino que se casa; en los casos en
que este derecho señorial no fue transformado en un censo más,
la «ceremonia» consistía en que el señor -literalmente-
franqueaba de una zancada el cuerpo de la novia y recibía a
cambio un par de gallinas o un bote de miel.
Si examinamos además esta costumbre «bárbara» y «arcaica» a
la luz de los estudios etnológicos actuales, nos damos cuenta de
que, en muchas sociedades llamadas primitivas, existe una
especie de «tabú» de la sangre virginal en el momento de la
desfloración; siendo ésta una operación que libera fuerzas
malignas, al liberar sangre, se la confía a menudo a manos
investidas de más poder -mágico, religioso u otro-, como las del
padre o de la madre de la chica, del sacerdote-brujo, de un
extranjero o del jefe de la tribu.
Enfocado así, nuestro famoso «derecho de pernada» no es
más que la supervivencia, en una sociedad todavía no
cristianizada en profundidad, de unos ritos ancestrales de tabú
de la sangre virginal; y deja por lo tanto de ser una
manifestación más de la opresión sádica y arbitraria que
ejercería el señor sobre su inferior .
No olvidemos, por otra parte, que el señor suele vivir
dentro de un grupo que incluye su familia en el sentido amplio,
sus criados de ambos sexos y tos niños nacidos en el castillo,
legítimos o bastardos (como lo demuestran las últimas
investigaciones del historiador francés Georges Duby), y que las
novias de sus siervos o campesinos no deben aparecernos como
siempre guapas y jóvenes; en una sociedad rural que padece
hambre y epidemias, se las puede más fácilmente imaginar como
prematuramente marcadas, sucias, cubiertas de piojos y pulgas y,
por lo tanto, seguramente poco apetecibles. Al señor, en
general, le debía ser mucho más provechoso convertir esa
«obligación» de su parte en una renta más, a pagar por el novio
en el momento de la boda.
Otra «leyenda negra» achacada a la Edad Media: la
persecución de las brujas por la Inquisición que, después de
torturarlas, las enviaba inevitablemente a la hoguera al mismo
tiempo que los gatos o gallos negros. La realidad, no obstante,
resulta ser algo diferente. Desde el siglo VI, en numerosos
concilios, se condena a los que creen en la brujería, en los
demonios familiares de las prácticas mágicas y en las
supersticiones en general; condenación moral cuya repetición
revela a la vez su ineficacia y, a fin de cuentas, la escasa
importancia que le daba la Iglesia a ese «pecado». A lo largo de
los siglos X a XIII, los «penitenciales» -o manuales para los
confesores- sólo dictaban rezos y penas monetarias para esos
casos. Se puede considerar pues que ésta fue la actitud
-moderada- y la opinión extendida durante la mayor parte de la
época medieval en lo que concierne a la brujería. Pero ¿y las
persecuciones? ¿ y las hogueras? A este respecto, tenemos que
constatar que las mayores persecuciones «anti-brujas» son
contemporáneas, no del Cid Campeador, de Raimundo Lulio o de
Pedro el Cruel, sino de Miguel Angel, de Erasmo y de Cervantes.
La época más negra, que iluminan las hogueras de brujas,
es el siglo «renacentista», cuya ideología se basa en un «manual
del perfecto inquisidor de brujas», el Malleus Maleficarum,
escrito en 1486 por los Dominicos alemanes: de esa fecha en
adelante, el «herético», paradójicamente, es el que no cree
en la existencia de los demonios, de los maleficios, de la
brujería, de los brujos y brujas, de las metamorfosis y del
aquelarre. Los grandes siglos de la brujería vasca, estudiada
por Julio Caro Baroja, son el XVI y el XVII. La opinión general
del medievo que ve en el brujo un resto de paganismo, y en la
que se dice poseída por el demonio una enferma que hay que
llevar al santo para que la cure, se tiñe entonces de un
extraño matiz «moderno».
Admitido esto, queda una objeción fundamental: la Edad
Media, fundamentando su argumentación en las actas del
«Concilio» de Mâcon, llegó hasta plantearse el problema de si la
mujer tenía o no tenía alma. Curiosamente, esta mención del tema
de los debates del dicho concilio no apareció sino en un escrito
anónimo holandés publicado en el siglo XVI; tema éste cuyo éxito
no se desmintió hasta nuestros días. ¿Misógino hasta este punto,
el Medievo? Averigüémoslo. En primer lugar, en el año del Señor
de 585 no se reunió ningún «concilio» -que se comprende como
reunión de la Iglesia en su mayoría-; tuvo lugar, eso sí, un
Mâcon, un sínodo provincial, o sea, la reunión de los clérigos
de una diócesis o de una provincia para discutir problemas
eclesiásticos, y no teológicos.
El estudio de las actas de este famoso sínodo no revela en
ningún momento que se haya planteado y discutido el tema de la
existencia del alma de la mujer. Tenemos que recurrir al primer
historiador-cronista de la época franca, a Gregorio de Tours;
para encontrar lo que puede haber originado mucho más tarde la
interpretación que conocemos. Gregorio de Tours nos dice, en
efecto, que en medio de los debates que se llevaban en latín,
uno de los presentes -sin duda con problemas para con los
idiomas en general y el latín en particular- se extrañó de que
el término «homo» (hombre) se aplicara también a la mujer. Un
latinista nunca hubiera cometido este error lingüístico de
confundir el término «homo» que se aplica al hombre en general,
o sea, al ser humano, con el vocablo «vir» que designa
específicamente al varón. El problema era pues lingüístico y no
filosófico. Pero -y seguramente muy a pesar de su autor- la
frase iba a hacer fortuna. Una fortuna que, seamos justos,
empieza en él siglo XVI con este escrito misóginó holandés -muy
de acuerdo por otra parte con el pensamiento renacentista sobre
la mujer-, crece durante el siglo XVIII y, cuando la Revolución
francesa, vuelve a repetirse en una petición de las mujeres en
1848 y no ha menguado hasta nuestros días. ¿El Concilio de Mâcon?
Una invención moderna.
«Deficiencia de la
naturaleza»
El estudio de la «condición
femenina» en la Edad Media nos deja percibir una realidad que,
lejos de ser simple en su negatividad, se revela como mucho más
compleja. En el proceso de acercamiento a esa realidad de la
mujer medieval, señalaremos en primer lugar el marco jurídico e
ideológico en el cual se desenvuelve su vida, antes de
detenernos un momento en la realidad «social» y en la realidad
«personal» de esta vida.
El Derecho medieval, heredero del Derecho romano y del
Derecho germánico, y cuyo ejemplo más elaborado es el derecho
feudal, a pesar de sus variedades y divergencias, suele
considerar a la mujer como a un ser menor de edad, «incapaz» en
general. En los países de derecho oral basado sobre las
costumbres, quizás más emparentado con la legislación germánica,
no se reconoce la tutela paterna sobre la mujer mayor de edad,
pero sí la potestad marital. En los países de derecho escrito
-que corresponden a la Europa meridional: Italia, Península
Ibérica, Sur de Francia-, a la «potestas» del padre sigue la del
marido. La mujer, en la mayoría de los casos, no puede disponer
de su fortuna, administrar sus bienes, o presentarse ante un
tribunal; para cualquiera de estas gestiones, la presencia de un
hombre -padre, marido, hermano o tutor- es imprescindible. Esta
incapacidad jurídica total de la mujer puede parecernos muy
arcaica; no olvidemos, sin embargo, que hace poco más de siglo y
medio, el llamado Código Napoleónico la consagraba y le daba una
nueva vida, que perdura 10davía en sus líneas maestras.
Junto al Derecho, la ideología dominante -para
utilizar términos actuales- se mostraba más que hostil a la
mujer. La Iglesia Romana, basándose en numerosas referencias
bíblicas, asimilando la doctrina culpabilizadora de San Agustín
y dirigiendo finalmente el aristotelismo en el siglo XIII,
promociona a nivel social lo que se puede considerar como una
gran campaña «antifeminista», A pesar de las opiniones de
Abelardo y de Robert d' Arbrissel, a finales del siglo XI, que
proclamaban la igualdad del hombre y de la mujer, la imagen que
se impone es la de la mujer como tentadora, como ser débil,
pecadora, creada del hombre y para él.
Con Tomás de Aquino (1225-1274). santo y doctor de la
Iglesia, esta «hija de Eva» se convierte en «una deficiencia de
la naturaleza» que es «por naturaleza propia, de menor valor y
dignidad que el hombre»; tras una rigurosa y aplastante
demostración, el teólogo afirma que «el hombre ha sido ordenado
para la obra más noble, la de la inteligencia; mientras que la
mujer fue ordenada con vista a la generación». Finalmente, el
maestro que dedicara tantas horas y tantos libros a la cuestión
fundamental del sexo de los ángeles, termina diciendo que es
evidente que para cualquier obra que no sea la de la
reproducción, «el hombre podía haber sido ayudado mucho más
adecuadamente por otro hombre que por una mujer». No es de
extrañar, pues, que el derecho canónico, elaborado en su mayor
parte en este ambiente en los siglos XII y XIII. nos aparezca
como tan misógino.
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Cristina de Pisan |
Nacida
en Venecia hacia 1364, con cuatro años
abandonó su ciudad natal, puesto que su
padre, Tommaso da Pizzano, debió trasladarse a la corte
del rey francés Carlos V de Valois, como
médico y astrólogo. Años después,
Christine llegaría a escribir la
biografía del monarca, benefactor de su
familia.
Así pues, su infancia transcurrió en un
clima selecto, disfrutando de una
esmerada educación en aquella corte
humanista, curiosamente gracias a la
iniciativa de su padre, ya que su madre
que, por otra parte, también era hija de
un sabio, el anatomista Mondino de Luzzi,
se mostraba reacia a que la niña fuera
instruida en materias diferentes a las
relacionadas con las tareas domésticas.
Cabe señalar que, al igual que con su
padre, con su abuelo materno, Christine
fue introduciéndose en la experiencia
científica, pues Mondino de Luzzi fue el
primero en realizar la autopsia de una
mujer embarazada. Esto ayudaría a
Christine a escribir sobre la mujer
teniendo conocimientos precisos sobre el
cuerpo de ella.
Sería en el entorno de la
corte donde la joven encontraría esposo,
contrayendo matrimonio a los quince años
de edad con el noble Étienne du Castel,
notario del rey, del que enviudaría a la
temprana edad de veinticinco años debido
a la peste.
Gracias a sus escritos, algo insólito
hasta época reciente, Christine
conseguiría mantener a sus tres hijos y
también mostraría su carácter al
pleitear para recuperar parte del
patrimonio perdido, por haberse
aprovechado de su inexperiencia unos
mercaderes deshonestos.
Aquellas dramáticas experiencias harían
a Christine encerrarse en su estudio
para dedicarse a la literatura. Sus
primeros poemas, baladas en las que
transmitía su tristeza por la prematura
viudedad, alcanzarían pronto gran
popularidad. Ejemplo de ello es Seulette
suy et seulette vueil estr (Solita estoy
y solita quiero estar).
Posteriormente, su
escritura evolucionaría hacia otros
campos, tales como la política, la
historia, etc. Especial notoriedad
conseguiría la escritora italiana por su
defensa de la mujer frente a las
calumnias lanzadas por Jean de Meung en
la segunda parte del Roman de la Rose y
el Libro de las lamentaciones de Mateolo
(siglo XIII). Ambas obras, así como
autores de la fama de Ovidio y
Boccaccio, son objeto de crítica en La
ciudad de las damas, de la que se
hablará con mayor detenimiento a
continuación.
De este modo, participó en la primera
polémica literaria francesa con dos
obras: Epístola al dios del amor (1399),
que fue escrita en oposición a las
actitudes cortesanas en torno al amor, y
La ciudad de las damas (1405), en la que
se relatan hazañas heroicas de mujeres,
tomadas de la historia y de la
mitología. De hecho, Christine fue la
iniciadora de un movimiento de defensa
de la mujer que, durante el
Renacimiento, sería conocido como la
Querelle des Femmes.
Hay que tener presente
que, desde que en 1255 la Universidad de
París impusiera la lectura obligatoria
de las obras de Aristóteles, en los
medios académicos se estudió y se
divulgó la teoría sobre la relación
entre los sexos que el Estagirita había
formulado, según la cual la mujer era
considerada como inferior
sustancialmente al hombre.
A los sesenta y seis
años, en 1430, Christine fallecería en
el monasterio francés de Poissy, al que
se había retirado con su hija en 1411,
tras haber estallado cuatro años antes
en París la guerra civil entre las
facciones armagnac y borgoñona. Como
dato curioso, cabe señalar que Christine
no sólo redactaba las obras sino que
también las copiaba y las ilustraba con
miniaturas, es decir, participaba en
todo el proceso de creación y difusión
de sus escritos.
Algunos
textos de Christine:
“Tu padre, gran sabio y filósofo, no
pensaba que por dedicarse a la ciencia fueran a valer menos las mujeres. Al
contrario, como bien sabes, le causó
gran
alegría tu inclinación hacia el estudio.
Fueron los prejuicios femeninos de tu
madre los que te impidieron durante tu
juventud profundizar y extender tus
conocimientos, porque ella quería que te
entretuvieras en hilar y otras
menudencias que son ocupación habitual
de las mujeres”(La ciudad de las
damas)3.
“Si la costumbre fuera mandar a las
niñas a la escuela y enseñarles las
ciencias con método, como se hace con
los niños, aprenderían y entenderían las
dificultades y sutilezas de todas las
artes y ciencias tan bien como ellos”4.
Por último, es interesante destacar el
consejo que da Rectitud a Cristina,
frente a la
rumorología que caracterizaba a la mujer
como un ser inestable y frívolo:
“¿No has oído lo que se suele decir: que
el necio ve la paja en el ojo ajeno
y no la viga en el suyo? (...) como
todos pretenden que la naturaleza
femenina es
inestable, se podría suponer que ellos
siempre tienen el ánimo bien templado, o
al
menos que son más constantes que las
mujeres. Pero resulta que exigen mucho
más de las mujeres de lo que ellos
demuestran. Los hombres, que siempre
proclaman su fuerza y coraje, caen en
tamaños fallos y criminales errores no
por
ignorancia sino a sabiendas de que se
equivocan, eso sí, siempre se buscan
disculpas, diciendo que el error es
humano. Ahora bien, que una mujer tenga
el
menor fallo –provocado, en general, por
un abuso de poder por parte del
hombre- ¡y ya están listos para
acusarlas de inconstancia y ligereza!
(...) No
existe ley ni tratado que les otorgue el
derecho de pecar más que las mujeres ni
que estipule que los defectos masculinos
son más disculpables. En realidad ellos
se van cargando de tanta autoridad moral
que se atribuyen el derecho de acusar
a las mujeres de los peores defectos y
crímenes, sin saber nunca comprender o
disculparlas. (...) Así, el hombre
siempre tiene el derecho a su favor
porque
pleitea representando a ambas partes”.5
3 Libro II, capítulo XXXVI.
4 Libro I, capítulo XXVII.
5 Libro II, capítulo XLVII
LA EMANCIPACIÓN DE LA MUJER EN LA
OBRA DE CHRISTINE DE PISAN María Lara Martínez
(udima)
(texto completo en
formato pdf del que provienen estas
líneas )
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Acceso a la cultura
Pero entre las «superestructuras» jurídicas e
ideológicas y la realidad «bajamente material», no se da siempre
la simbiosis y la adecuación perfecta. ¿Cuál es, pues, la
realidad social y personal de la mujer del medievo? A nivel
«social», conviene destacar la presencia o la ausencia femenina
en el acceso a la enseñanza, al trabajo y al poder.
En sentido contrario a lo que suele creerse, en !a Edad
Media existe, a nivel del saber y de la enseñanza, una relativa
pero cierta igualdad. Empezando por las capas «bajas» de la
sociedad, en su mayoría campesinas, se advierte una ausencia
generalizada de instrucción, tanto para los hombres como para
las mujeres; éstas participan así de las conversaciones y de la
vida social en posición de igualdad con sus maridos o hermanos.
En un tipo de sociedad en el cual reina el analfabetismo, la
transmisión oral de la cultura se realiza tanto a través de la
madre o del padre a los hijos, como entre vecinos o vecinas,
etc. En su obra titulada Montaillou, village occitan.
1294-1324. al referirse a este pueblo de los Pirineos
orientales, Emmanuel Le Roy Ladurie escribe: «El discurso
femenino por lo tanto está, en este período, tan cargado de
sentido y de seriedad como el discurso masculino» (p. 383); de
hecho, las campesinas de este temprano siglo XIV hablan como -o
con- sus hombres de resurrección final, de catarismo o de
catolicismo, tanto como de habladurías sobre el cura, un vecino
o unas vecinas.
A un nivel social un poco más alto se encuentra ya una
mayor diferenciación, ya que los que más estudios prosiguen son
los clérigos; y la clericatura se mantuvo celosamente reservada
a los varones, a pesar de la rebeldía femenina contra ese
«monopolio» expresada por la abadesa de Las Huelgas de Burgos y
por la de Palencia en el siglo XIII. Esa contestación
costó a las abadesas la confiscación de sus rentas y la
excomunión. Sin embargo, desde el siglo VI, se exigía que las
monjas supieran leer y escribir. Y se puede así observar que
desde los primeros siglos de la Alta Edad Media y hasta más o
menos el siglo XIII, los conventos dieron una educación y una
cultura no sólo a las que iban a ser monjas sino también a
aquéllas destinadas «al siglo».
Enrique Finke, en su obra clásica La mujer en la Edad
Media. no duda en escribir: «Basta con recorrer los
manuscritos de diferentes bibliotecas, escritos y redactados por
canonisas de diferentes fundaciones del siglo XI. Estas mujeres
conocían a Ovidio, Horacio y Virgilio... Con facilidad componían
versos latinos para un amigo docto» (p 53). El caso de Eloísa,
que conocía el latín, el griego. el hebreo y conoció a Abelardo
cuando fue a seguir su clase de teología, es el ejemplo más
conocido de esa cultura femenina medieval. Una prueba del
interés intelectual de la mujer en esa época se encuentra en el
párrafo que se añadió al Sachsenspiegel -recopilación de
costumbres germánicas- en 1270: «Siendo cierto que los libros no
son leídos más que por las mujeres, deben por lo tanto
corresponderles en herencia». Con esta frase, nos encontramos ya
muy lejos de la visión tradicional de la mujer medieval
analfabeta, sin cultura, relegada a las tareas más humildes.
Resulta interesante, además, en este panorama, notar el
gran interés y la gran participación de las mujeres en todos los
movimientos heterodoxos o «heréticos» que surgen a lo largo de
los siglos XI a XV. Participación en plan de total igualdad con
el hombre en los movimientos Cátaro, Valdense o Husita, quizás
porque representaban una promoción de la mujer a nivel religioso
e ideológico, promoción que le negaba el catolicismo...
A partir del siglo XIII, con el desarrollo de la vida
urbana, se crean escuelas comunales. En 1320 existía en Bruselas
una escuela para niños y otra para niñas; en esta última
enseñaban unas maestras pagadas por la ciudad. Si París, en
1272, disponía de once escuelas para niños y sólo una de niñas,
en 1380 se contaban veinte más para las niñas. La enseñanza era
gratuita e incluía lectura, cálculo, canto, escritura y
enseñanza religiosa. Existían también, en esta época, escuelas
«privadas» para niñas, principalmente en Flandes y Alemania.
Durante ese mismo siglo XIII, las primeras universidades se
convierten en los crisoles de la cultura europea. La mayoría de
ellas eran fundaciones eclesiásticas y estuvieron prohibidas a
las mujeres. Sin embargo, el ambiente intelectual y el afán de
saber existían entre la población femenina, hasta el punto de
que en Polonia, en el siglo XIV, una joven se disfrazó de hombre
para ir a seguir los cursos de la universidad de Cracovia; al
cabo de dos años, se descubrió el fraude y fue expulsada. Sin
embargo, en Salerno, Italia, funcionó a partir del siglo X una
escuela libre de medicina que otorgaba sus diplomas a mujeres,
concediéndoles licencia para practicar la medicina y la cirugía.
En Bolonia y en Montpellier también hubo gran número de
estudiantes femeninas en medicina, algunas de ellas dejaron
escritos tratados de ginecología. A partir de final del siglo
XIII, se señala la presencia de mujeres practicando la medicina,
la cirugía y la oftalmología en las grandes ciudades europeas,
París, Londres, etc. La mujer, sin embargo, se vio poco a poco
sustituida por el varón en la práctica del arte de la medicina y
cirugía, para desaparecer finalmente de esta profesión en el
siglo XVI. De ésta y de todas las demás...
Sin exagerar el alcance de la instrucción y de la cultura
a nivel de conjunto de la población femenina medieval, no
debemos olvidar que la sociedad medieval es una sociedad
económica y socialmente subdesarrollada», que no dispone de los
«mass media» actuales, ni siquiera de la imprenta (inventada al
final del siglo XV), que supondrá, según palabras de Carlo
Cipolla en Educación y Desarrollo en Occidente:
«no sólo la demanda de instrucción como inversión sino también,
y sobre todo, la demanda de instrucción como bien de consumo».
No podemos olvidar, por ejemplo, que a finales del siglo XIII,
había en Florencia unos 8 a 10.000 niños y niñas aprendiendo a
leer, de una población total aproximativa de 90.000 habitantes.
Con la aparición del libro impreso, la cultura se extendió mucho
más rápidamente y propagó a través de toda Europa las ideas y
los ideales renacentistas..., pero ya no alcanzó más que a los
varones. El mundo intelectual y artístico se abre a nuevas
influencias y a nuevos horizontes, pero excluye definitivamente
a la mujer y se reduce a la parte masculina de la humanidad. El
«renacimiento» es la muerte intelectual y artística de la mujer.
Acceso al trabajo
Pero la presencia de la mujer
en la sociedad y su papel en ella se manifiestan al mismo tiempo
por el grado de acceso al trabajo -al trabajo «productivo», por
oposición al trabajo doméstico o trabajo «improductivo», así
denominado por los que no lo realizan.
En la economía rural la mujer nunca estuvo ausente,
compartió con los varones las diversas tareas de la siembra, las
mieses o la cosecha, el cuidado de los animales y el
mantenimiento de la casa. La situación no ha variado desde hace
siglos, si no milenios. Puede ocurrir que ciertas tareas, como
la de buscar el agua, cuidar del fuego, cocinar, o incluso
llevar el trigo al molino, sean reservadas más específicamente a
la mujer, mientras que el hombre ara, se ocupa del ganado y
lleva los paños al batán, División del trabajo pues, pero
trabajo al fin y al cabo, y duro.
A partir del siglo XI y del principio del desarrollo
urbano, con la aparición de una burguesía cuya base económica no
es la tierra sino la artesanía y el comercio, se desarrollan
nuevas formas de trabajo. La incorporación de la mujer al
trabajo -dividido en «oficios» o «artes»- se realizó a menudo a
través de la asociación familiar: la mujer ayuda a su marido en
el oficio de éste, y luego le sustituye o le sucede. En el seno
de esta misma asociación familiar, el padre enseña su arte a
hijos e hijas. Tenemos un ejemplo brillante: las dos estatuas
que representan la Iglesia y la Sinagoga en la catedral de
Estrasburgo son obra de Sabina, hija y sucesora de su padre, el
gran escultor von Steinbach.
De hecho, en el siglo XIII, la incorporación femenina al
trabajo en las ciudades es una realidad. Los oficios que
desempeñan las mujeres y en los cuales tienen un casi monopolio
son, principalmente, los textiles y la confección -hilanderas,
tejedoras, tintoreras, costureras o sastras y hasta lavanderas-,
los relacionados con la alimentación -oficios de panaderas,
«verduleras», o fabricantes de cerveza (que en Inglaterra era
monopolio femenino)- y los de «taberneras» y «mesoneras». Se les
encuentra también en los trabajos del cuero y del metal e,
incluso, se advierte la presencia femenina en la construcción
-en el transporte de material y fabricación del mortero- y en
las minas inglesas a partir del siglo XIV.
En los «oficios» reservados a las mujeres se encuentra la
tradicional jerarquización medieval que va del aprendiz al
maestro, pasando por el obrero o compañero. Se trata, pues, de
una ascensión de aprendiz a la maestra, con el período
intermedio, o a veces definitivo, de obrera compañera. Hay en
esto igualdad total entre el hombre y la mujer trabajadores.
Incluso se estipulaba en Alemania que el viudo podía suceder a
su mujer «maestra» al frente del negocio, como la mujer a su
marido «maestro».
No obstante, en términos generales -y eso no es para
sorprendernos-, los salarios femeninos solían ser inferiores a
los masculinos y las más desfavorecidas eran las obreras que
trabajaban en su domicilio. De ahí la participación de las
mujeres en todos los movimientos revolucionarios que agitaron el
«popolo minuto» de las ciudades medievales. No debemos olvidar
que una nueva incorporación de la mujer al trabajo se realizó al
principio de la era industrial -finales del siglo XVIII -y se
efectuó sobre bases casi iguales: minas o industria textil, y
salarios inferiores a los que cobraban los varones. El proceso
siguiente a la fase de la incorporación femenina al mundo
laboral presenta, tanto en el caso del final de la época
medieval como en el de la segunda fase de la industrialización,
unos rasgos muy similares. En 1461 en Inglaterra, se denunció el
trabajo femenino como la causa de la falta de trabajo para el
hombre. Poco a poco las diversas legislaciones europeas
prohibieron el empleo de las mujeres en los oficios y éstas
fueron paulatinamente sustituidas por varones en las artes que
desempeñaban. Hacia 1600, la mujer habla desaparecido
prácticamente de la vida profesional. El siglo XVI marca así,
una vez más, una regresión en lo que hoy día se suele llamar la
liberación de la mujer. Este «renacimiento» mercantilista, que
antecede a la era capitalista, significa la muerte de la mujer
como entidad económica activa dentro de la sociedad. Y el «siglo
de oro» la encontrará encerrada en casa, dedicada a la educación
de sus hijos pequeños, a la cocina y a los cuidados destinados a
un hombre, su hombre, el marido.
Clausura, matrimonio,
prostitución
A nivel de la vida pública no es preciso mencionar la
parte activa que tomaron mujeres como María de Molina en España
o Blanca de Castilla, madre del rey San Luis, en Francia.
Si la participación a la vida activa y política fue
generalmente vetada a la mujer -y esto no es para extrañarnos:
la mujer, hoy día, en numerosos países «evolucionados» no tiene
posibilidad de intervención en la vida pública, y menos aún si
está casada- se advierten sin embargo varios casos en los cuales
las «burguesas», participan en la asamblea comunal con los
«burgueses» o elegían diputados para las asambleas generales. En
las cofradías y en los gremios ocurrió incluso que se designara
por elección a una mujer como dirigente.
La desaparición de la población femenina de la vida cívica
empieza, al par que su desaparición en el dominio cultural y
profesional, en los últimos siglos de la Edad Media, En 1431 se
acusó y se quemó públicamente a una mujer por haberse atrevido a
llevar un atuendo masculino y actuar como un varón: se llamaba
Juana de Arco.
En cuanto a lo que pudiéramos llamar la «realidad personal»
de la mujer medieval, ésta difería poco, en muchos aspectos, de
la realidad personal de una mujer contemporánea nuestra. En
ambos casos, el campo de elección de la mujer -haya estudiado o
no, ejerza una actividad fuera o dentro de casa y tenga o no
acceso a la vida cívica- es muy reducido: el matrimonio, el
convento... o la prostitución, En esto, se ha adoptado el
esquema tradicional de nuestra civilización, reforzado por la
«teoría oficial» de la Iglesia Católica: tomando como punto de
partida que la mujer es naturalmente y por esencia un ser
malo y pecador, para salir de este postulado se le ofrece la
imagen de María, con sus dos facetas: la de virgen (el convento)
y la de madre (el matrimonio).
No vamos a hablar aquí detalladamente de la vida monástica
femenina en la Edad Media. sino para subrayar que la clausura
total, que es típica de los siglos XVI y XVII y que subsiste en
el nuestro, no consiguió imponerse hasta finalizado el siglo XV,
a pesar de los repetidos esfuerzos de la jerarquía eclesiástica.
El matrimonio, por su parte, sea legal o ilegal -el
matrimonio «de hecho» o concubinato será una de las constantes
del Medievo, socialmente aceptado por una humanidad cuyo sistema
de valores escapa todavía a la acción moralizadora de la
ideología dominant-- no ofrece características particulares: las
mujeres se casan jóvenes con hombres que les llevan diez o
quince años; el número de niños nacidos puede ser elevado pero
la mortalidad infantil es un factor de regulación del aumento de
la población; en fin, en lo que suele llamar ahora «la tercera
edad», se encuentran más viudas que viudos, tanto por la
diferencia inicial de edad en el tiempo de las bodas como por la
mayor resistencia física de la mujer en épocas de hambre o de
epidemias. Conviene indicar también que a lo largo de una vida,
tanto masculina como femenina, los matrimonios podían sucederse,
legales, ilegales o alternados: dos o tres fueron caso
corriente.
La prostitución es anterior por supuesto al Medievo. Las
prostitutas encontraron su lugar en esa sociedad medieval que no
excluyó a nada ni a nadie de su seno y abarcó sin hacer
distinciones tanto a los locos como a los no-locos, a los niños
como a los adultos, a los enfermos como a los sanos y a los
cristianos ortodoxos como a los heréticos.
La intolerancia que lleva a quemar a Las brujas y a los
heterodoxos, a encerrar a los enfermos, a los locos, a los niños
o a las prostitutas, a no dejar coexistir el Orden con el
Desorden y la Razón con la Locura (1. El
concepto es de Michel Foucault en su Historia de la Locura.),
esa intolerancia es la marca característica de la sociedad
«moderna», la que se inicia en el siglo XVI para desembocar en
nuestra sociedad contemporánea.
La prostitución medieval se encuentra en calles o casas
especializadas, en albergues y tabernas, y también alrededor de
los baños. En la Edad Media, habían sobrevivido los baños,
heredados de las termas romanas y de los baños árabes, y cada
ciudad tenía uno o más establecimientos con agua fría, caliente
y de vapor; y el hecho de que esos baños fueran mixtos y que los
clientes de ambos sexos solieran bañarse desnudos, hizo que poco
a poco la jerarquía eclesiástica consiguiera prohibir su uso y
hasta su existencia. Una vez más, «progresión» en el dominio
intelectual, pero regresión material e higiénica real: los
contemporáneos del siglo XVI ya no se lavarán, sustituirán el
uso del agua y del jabón por el de los perfumes, destinados a
ocultar otros olores...
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«El amor
cortés»
Llegados a este
punto, cabe plantear el problema del «anti-femenino»,
que conseguirá acabar con esa muy relativa igualdad
de la mujer con el varón. A una sociedad que acepta
o «tolera» la presencia de la mujer en la mayoría de
los sectores de la vida social, cultural e, incluso,
política, sucederá una sociedad de varones y para
varones, ya no una verdadera «sociedad» sino un
«club for men only».
Esta «revolución» -tomada la palabra
«revolución» en su sentido de cambio total, sin
darle una connotación peyorativa o admirativa- este
gran giro en el pensamiento civilizado occidental se
sitúa alrededor del siglo XIV. Viene preparado ya
desde el anterior, principalmente por la filosofía
misógina de Santo Tomás de Aquino que proporciona
una «demostración» lógica, en el terreno ideológico,
de la inferioridad de la mujer. Pero algo mucho más
grave que la ideología tomista -mucho más grave por
el alcance y el éxito que obtuvo- iba a originar una
visión radicalmente destructora del ser femenino: el
movimiento cultural que propugnó «el amor cortés».
Así, se llega a oponer la poesía de los trovadores
meridionales -basada en el amor, generalmente sin
esperanza ni posibilidad de realización efectiva,
del poeta hacia su dama- a la «rudeza» y
«brutalidad» de las costumbres que reinaban
entonces, por lo que el «amor cortés», en esta
perspectiva, representaría a la vez un paso adelante
en el camino de la civilización y una promoción de
la mujer, desde entonces «señora» y «dueña» del
corazón de su amante.
Que este movimiento literario signifique un
refinamiento hacia costumbres más «civilizadas» es
indudable. Es dudoso, sin embargo, que significase
una promoción para la mujer. Porque, en toda la
literatura cortés, la mujer aparece como el «ser
amado» al cual rinde su homenaje el amante; «ser
amado» -y no «ser que ama»- que se convierte en un
ser pasivo, casi inexistente, objeto del amor del
poeta. Un objeto bello, hermoso, dotado de todas las
cualidades, hasta la de hacer sufrir al amante, pero
objeto al fin y al cabo. A la mujer se la
glorifica, se la deifica, se la compara a una flor,
a una diosa o a la Virgen María; en resumen, se la
coloca en un pedestal: ha dejado de existir como
sujeto activo, para convertirse en el objeto pasivo
del amor, del odio o de la indiferencia masculina. |
Al varón le bastan sus propios versos, sus deseos o sus
quejas, ya no necesita respuesta: él se ha transformado en el
único sujeto, en el único ser activo, y la mujer será su
creación personal como objeto de su pensamiento. Dentro
de este panorama, un tercer factor contribuirá al cambio de
mentalidades, un factor socioeconómico: el «aburguesamiento»
general de la mente colectiva, que tiende -como constante de su
ideología- a reducir a la mujer a su papel de madre y ama de
casa. Está comprobado ya que el «espíritu burgués» ensalza la
Naturaleza y rebaja a la mujer (ver el pensamiento de J. J.
Rousseau). En esta línea apareció, al final del siglo XIII, la
«Novela de la Rosa», en cuya segunda parte el autor, bajo una
exaltación de la Naturaleza, desarrolla largamente el tema de la
perfidia, de la innob!eza y de la corrupción del ser femenino,
comparándolo -¡qué originalidad!- con la serpiente.
El movimiento antifemenino inició así su carrera, que no
decreció nunca desde entonces hasta nuestros días. Hacia 1400 se
dejó oír la primera voz femenina de protesta, la de la poetisa
Cristina de Pisan. Pero no pudo detener la marejada que se
extendía por Europa y excluía poco a poco a las mujeres, tanto
aI acceso a la cultura como de la actividad social o
cívica, El antifeminismo del final de la Edad Media, originado
por la filosofía oficial de la Iglesia, un movimiento literario
y la aparición del fenómeno burgués, desembocó así en el llamado
período del Renacimiento. Mundo oscuro y cerrado en muchos
aspectos, y particularmente en todo lo que toca a la mujer, el
renacimiento consagra el triunfo de un ideal masculino heredado
de la Antigüedad y el triunfo de la moral religiosa que se
desarrolla tanto al amparo de las teorías de Lutero o de Calvino
como al de la Contrarreforma católica. Época de intolerancia, de
guerras de religión, de «encerramiento» de todos los que no son
«conformes», marca el triunfo de la reclusión de la mujer -en el
convento, en su casa o en la cárcel-, el invento del «corsé» que
impide todo movimiento libre, y el principio de la represión
sexual.
La opresión de la mujer, en estas condiciones, ¿de qué es
fruto?, ¿de un Medievo apodado de «bárbaro» o de una época
moderna que se inicia con el auge del arte y del intelectualismo
y desemboca en el triunfo de la ciencia... y del armamentismo?
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